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ceipism2008

ESCUELAS PARA LA ESPERANZA

Crítica de la política educativa basada en los principios del mercado y en la  gestión empresarial de la escuela

 

F. Javier Merchán Iglesias

(Fedicaria-Sevilla)

 

WRIGLEY, T. (2007)  Escuelas para la esperanza. Una nueva agenda hacia la renovación. Madrid: Morata.

 

Aunque el original en inglés fue publicado hace ya cinco años -en 2003-, y aunque el libro que sirve de referencia a estas líneas trata de la política educativa seguida en Inglaterra y Gales en los últimos tiempos, la obra de Terry Wrigley tiene una extraordinaria actualidad en España y en Hispanoamérica, por lo que  es obligado reconocer a Ediciones Morata el don de la oportunidad. Efectivamente, la orientación de la política educativa que se sigue tanto desde el Ministerio de Educación como de la mayor parte de las Comunidades Autónomas –gobierne el PSOE o el PP-, tiene extraordinarios parecidos con la que se inaguró en 1988 con la Ley de Reforma de la Educación de Thatcher y Baker, y fue desarrollada con entusiasmo por el neolaborismo de Tony Blair y por la política conservadora de George Bush[1]. Esta similitud puede apreciarse si se compara con la trayectoria que se sigue, por ejemplo, en Cataluña o Andalucía con sus respectivas Leyes de Educación, en Madrid con la política privatizadora y, en general, allí donde se ponen en marcha medidas arropadas con el discurso de la  mejora de la “calidad”.

 

Ciertamente, la puesta en marcha de este tipo de estrategias no se hace de forma lineal ni sencilla, sino que se encuentra con obstáculos y resistencias que, por ejemplo, en el caso de Escocia lograron detenerla y en el de Cataluña, Andalucía, Madrid  o Canarias ha dado lugar a huelgas y acciones de diverso tipo en su contra. Sin embargo, esta política de la gestión empresarial de la escuela cuenta con no pocos aliados en el  mundo de los negocios y, lo que es más inquietante, entre dirigentes políticos y sindicales tildados de progresistas.. Al oponerse verbalmente y apoyarla con sus acciones -actuando de manera distinta según el partido del gobierno de turno-, el papel que en la práctica están jugando estos sectores, revela una vez más la esquizofrenia o el cinismo en que se mueven algunos gerentes de las organizaciones de la izquierda oficial.  

 

La idea que, a modo de mágico talismán, se  esgrime en el frontispicio de los discursos de esta nueva política es, una vez más, la de la mejora y la calidad de la educación. Es decir, una retórica que bajo supuestos de sentido común que nadie se atrevería a discutir –por ejemplo, el de que hay que mejorar la educación-, esconde en realidad una estrategia ligada a los intereses de las grandes empresas, de ciertos sectores sociales y de algunas corporaciones profesionales. El caso es que, como sostiene  Wrigley en su libro, se trata de una política que se presenta con el desparpajo de no tener que demostrar con argumentos por qué su aplicación producirá mejores resultados que otras, o, siquiera, los resultados que dice perseguir.  Pero, no es que no exista una doctrina subyacente, existe, si bien se oculta en casi todos sus extremos, por temor quizás  a la desafección de los aliados de talante progresista. Se trata de una doctrina que se nutre de viejos y nuevos discursos acerca del modo en que debe procederse para que la escuela proporcione una mejor formación a niños y jóvenes. Por una parte, se sirve de las tesis de la perspectiva de la eficacia escolar y, por otra, de la fascinación por las formas de la gestión  empresarial y de las supuestas bondades de la lógica del mercado aplicada a cualquier cosa. A lo largo de las páginas del libro, nuestro autor da cuenta de la simbiosis que se produce entre una y otra doctrina, así como de los nefastos resultados que para la escuela pública produce tan explosiva mezcla.

 

Casi treinta años han pasado desde que Gimeno Sacristán  publicara su crítica a al modelo de gestión de la educación que se dio en llamar pedagogía por objetivos  (Gimeno, 1982), cuando  ahora -¡vivir para ver!-, lo vemos resucitar de la mano de la política educativa de los partidos conservadores y liberal-socialistas. Amparándose en el supuesto de que existe una racionalidad científico-técnica capaz de conseguir escuelas eficaces mediante la aplicación de un instrumental apropiado, la perspectiva de la eficiencia pretende emular lo que ocurre en el campo de las ciencias positivas y de la técnica, sin caer en la cuenta de que las variables que allí intervienen  de muy distinta naturaleza a las que actúan en los procesos de la educación y en las dinámicas que gobiernan el sistema escolar. La base de sus consideraciones se asienta en una determinada definición de cuál es el resultado óptimo de la educación, y, por lo tanto,  de cuáles son los rasgos que permitan identificar a las escuelas eficaces y a las que fracasan. Pero, prisioneros de su propia lógica, esta definición ha de hacerse en términos que resulten mínimamente objetivables y, además, sobre aspectos que puedan ser efectivamente mensurables, pues sólo así puede determinarse el grado de eficacia. Por otra parte, a la hora de establecer planes de actuación (o planes de mejora), se tiende a considerar aquellas variables sobre las que realmente se puede (o se quiere) intervenir, ignorando los factores sobre los que no se puede actuar o, en el mejor de los casos, considerando que puede neutralizarse su incidencia en el producto final.

 

   Naturalmente, el asunto es complicado, puesto que, como se sabe, muchos de los logros de la educación  no son susceptibles de medida y otros tienen efecto diferido y, por tanto, no pueden apreciarse en el curso de la vida de estudiante. De esta forma, el concepto de eficiencia se limita a manejar un número y un tipo determinado de resultados, lo que empobrece notablemente el sentido de la educación. Desde la perspectiva de la eficacia escolar, el objetivo de la educación sería conseguir unos niveles adecuados en los parámetros que axiomáticamente ha definido como indicadores de éxito, al tiempo que, al confundirse –como dice Wrigley- mejora con eficacia, las actuaciones se polarizan en torno al logro de ese tipo de resultados.  Aquí es donde entra en juego la fiebre por las pruebas y exámenes a los que son sometidos los alumnos. A falta de otras posibilidades, el examen, que es un recurso contradictorio incluso con la moda  de las competencias y siempre denostado por la pedagogía progresista, se refuerza como el elemento clave de la práctica de la enseñanza: los alumnos estudian para aprobar los exámenes, la enseñanza se convierte en una actividad centrada en la preparación de los exámenes, y la escuela en una especie de academia de oposiciones.

 

La necesidad de establecer referencias precisas acerca del éxito o el fracaso, es decir, de la eficacia,  conduce a sobrevalorar los aspectos de la educación que se miden más fácilmente y, por lo tanto, a priorizar los resultados de los exámenes y pruebas de diverso tipo a la que son sometidos los alumnos. El protagonismo del examen es hoy indiscutible: desde las pruebas iniciales o las de diagnóstico hasta los datos del Informe PISA o las calificaciones de las pruebas de acceso a la Universidad, en todos los casos, los resultados que obtienen los alumnos se convierten en el único referente de la calidad de la educación y en la meta de la política educativa. No niega nuestro autor que las pruebas y exámenes puedan proporcionar información acerca de la educación, pero rechaza la relevancia y casi exclusividad que se le atribuye. La proliferación de exámenes y formas similares de evaluación no sólo acaba distorsionando el sentido de la educación y la práctica de la enseñanza, sino que orienta los contenidos del currículum hacia conocimientos simples y memorísticos en detrimento de los que tienen mayor complejidad y relevancia en orden a la formación crítica de niños y jóvenes

 

Así pues, la perspectiva de la eficacia se empeña en identificar escuelas mejores y peores y en definir el éxito y el fracaso utilizando discutibles recursos estadísticos, obviando el debate acerca de los fines de la educación, el currículum o las formas de escolarización  e ignorando la importancia de los factores políticos, sociales y culturales. Situándose en ese campo, reconceptualiza los problemas de la educación, estableciendo un nuevo inventario en el que logro de resultados medibles se convierte en el referente principal, mientras que las dificultades de aprendizaje de los alumnos ocupan realmente  un lugar secundario. Además, en sentido contrario de lo que se concluía en el informe Coleman, aquí la escuela es lo único que importa, de manera que sus estrategias de intervención atienden casi exclusivamente a determinados aspectos internos del sistema escolar, manejando interrelaciones simples entre variables que a la postre resultan poco significativas. No es de extrañar que con estas herramienta, el movimiento de escuelas eficaces aplicado a la mejora de la enseñanza, apenas haya conseguido mejoras allí donde ya se obtenía buenos resultados, mientras que en los casos en los que los resultados eran malos o discretos, no se han alcanzado progresos relevantes.

 

Los fundamentos de la perspectiva de la eficacia escolar, sobre la que se sustenta en gran medida la política de gestión empresarial de la escuela, son sometidos a una crítica muy consistente en las páginas del libro de Wrigley. Sus argumentos y consideraciones  constituyen un inestimable arsenal de recursos con el que debe proveerse quien quiera resistir y enfrentarse al chaparrón que se nos avecina. Al examinar los supuestos de la eficacia escolar, Wrigley pone al descubierto su pobreza teórica, señalando lo que denomina reduccionismos. El primero de ellos es el reduccionismo metodológico: La realidad de la educación es compleja, mientras que la perspectiva de la eficacia utiliza razonamientos simples y lineales a la hora de analizarla y aportar soluciones. Así, por ejemplo, se centra sólo en el resultado de los exámenes como indicador, ignora la existencia de múltiples factores que influyen en el desarrollo de los estudiantes, supone que la correlación estadística implica causalidad, aísla los factores relevantes, centrándose en los que se puede intervenir de manera directa y, sobre todo, maneja un lenguaje vago e impreciso que, finalmente es incapaz de explicar, más allá de los resultados de los exámenes, cuáles son las claves de la eficacia escolar. Por supuesto, ni siquiera se ocupa en cuestionar el modelo de escolarización realmente existente, al que considera un dato previo e inmutable.

 

El segundo de los reduccionismos a los que se refiere Wrigley es el que denomina reduccionismo contextual. La perspectiva de la eficacia ignora en la práctica la influencia del contexto social en los problemas de la educación, pues aunque admite su existencia, actúa como si esta circunstancia pudiera neutralizarse de manera científica con medidas de corte tecnoburocrático. Es cierto que la condición social no es determinante de manera absoluta, pero ocurre también que cuando se obtienen mejores resultados en contextos desfavorables no se debe a la aplicación de este tipo de medidas sino a estrategias de compromiso social, sensibilidad política y empatía cultural. Y aún en el caso de que las escuelas y los alumnos de medios más pobres terminen alcanzando mejores resultados debido a esto o a procesos de elevación general del nivel, sigue ocurriendo que el esfuerzo es mucho mayor que el que realizan otros alumnos y que se mantienen o incluso aumentan las diferencias con los de áreas más ricas. Por lo demás, al ignorar el factor del contexto social, se sugiere la ilusión de que la eficacia escolar puede superar a la pobreza y, de paso, se ofrece en bandeja una coartada para el abandono de políticas de bienestar social.

 

Esta descontextualización afecta también a la memoria de los defensores de la perspectiva de la eficacia (y de las políticas que hoy le acompañan). Deliberadamente o no, ignoran que su mayor vigencia está relacionada con procesos de mercantilización de la educación y con el desarrollo de políticas conservadoras, y esta relación no es meramente accidental. El reduccionismo se percibe finalmente en el campo de los valores y de los conflictos ideológicos y políticos. El paradigma de la eficiencia se presenta con aparente neutralidad ante los dilemas éticos y políticos que plantea la educación, una actitud que, sin embargo, no puede ocultar su connivencia con las fuerzas dominantes. Al despreocuparse de las consecuencias que tienen sus tesis sobre la educación en las zonas más pobres y  al minimizar la importancia de factores externos a la escuela, la perspectiva de la eficacia se ha convertido en un aliado de primer orden de las políticas más conservadoras, así como en otro argumento más sobre  la responsabilidad  individual en la gestión de la empresa de uno mismo.

 

En esta convergencia entre una perspectiva cientifista  sobre la mejora de la educación y las políticas de la nueva derecha, es donde se han fraguado los pilares de la política educativa que analiza Wrigley en su libro y que, como se ha dicho, está hoy acampando en  nuestros lares. A partir del supuesto de que es posible mejorar de forma objetiva la eficacia de los centros escolares y de que esto puede hacerse sin necesidad de desarrollar costosas y peligrosas políticas sociales, económicas y culturales, la derecha ha encontrado la fórmula:privatización, mercado y gestión empresarial. Lógicamente para algunos gobernantes –el neolaborismo británico o el liberal-socialismo español-, la adopción de esta nueva filosofía ha requerido, o requiere, abandonar viejas políticas y buscarse nuevos aliados, sólo que si aquellas se defendieron con entusiasmo y aún quedan ecos y militantes, es necesario que la operación se haga de  forma bastante discreta: tanto en Inglaterra como ahora en España, se ha ido enterrando sin pena ni gloria lo poco quedaba de la escuela comprensiva y de la idea de la mejora de la educación mediante la reforma del currículum y de la organización de la escuela.  Por lo demás, el abandono de lo que podríamos llamar la política de la reforma, significa también  el eclipse de quienes la apoyaron en las aulas, así como  la emergencia de un nuevo liderazgo. Frente al entusiasmo de aquellos y su generoso compromiso con la educación, se impone hoy el protagonismo de los pragmáticos, gerentes y burócratas, desde luego, nada idealistas.

 

Sobre la base de la convicción eficientista, las estrategias  que se incorporan hoy a la política educativa para conseguir los resultados de éxito, provienen enteramente de un mundo muy distante y ajeno a la educación, como es el mundo de la empresa y los negocios. Desde la lógica de este campo los problemas se entienden como problemas de rentabilidad, es decir, de adecuada proporción entre los recursos empleados y los resultados obtenidos. Si la proporción no resulta adecuada, es decir, si los resultados no se corresponden con los recursos, entonces el problema es de gestión.. Privatización, competitividad, mercado o productividad son términos y conceptos que se ponen en juego supuestamente con vistas a la mejora de la educación. En medio de este torbellino, además de la política de privatización, sobresalen dos líneas de actuación: la creación de dinámicas de mercado en el ámbito del sistema escolar y la gestión empresarial de la escuela.   

 

La introducción de estructuras de mercado en el campo escolar –o de  quasimercado (Whitty, Power y Halpin, 1999)-, es un proceso que se desarrolla con diversas estrategias. De lo que se trata es de hacer que  padres y madres de alumnos actúen como clientes y de que las escuelas y los propios docentes compitan por atraerlos; por su parte el estado actuará premiando a los que tengan éxito y castigando a los que fracasen mediante la asignación de recursos. Así, por ejemplo, en función de los resultados que obtengan los alumnos, las escuelas ocuparan un lugar en el ranking, resultando más o menos atractivas para los padres y recibiendo más o menos fondos por ello (como ocurre en USA). Se supone que mediante este mecanismo las escuelas y los docentes se esforzarán más y trabajarán mejor con el objetivo de alcanzar la mejor cuota posible de mercado, lo que contribuirá decisivamente a la mejora de la educación. En España, en cierta medida, la política de programas y proyectos a los que centros y docentes se adscriben voluntariamente y en función de los cuales se reciben fondos e incentivos salariales o de otro tipo, constituye un modelo de corte similar.

 

En la misma línea de otros estudios críticos con estas políticas, Terry Wrigley pone de manifiesto las desastrosas consecuencias que  han tenido, sobre todo para las escuelas situadas en zonas más deprimidas, en las que, como ya se ha dicho,  alcanzar y mantener unos niveles mínimos de rendimiento o atraer a padres y alumnos de un determinado nivel, resulta poco menos que imposible. Por el contrario, los padres mejor informados  tienden a huir de este tipo de centros, mientras que los profesores hacen lo propio ante las mayores dificultades con las que se encuentran en su trabajo. Lo peor es que la relación clientelar entre docentes y familias y la competitividad entre centros y profesores entre sí, lejos de mejorar la educación, contribuye a burocratizar y enrarecer las tareas y las relaciones dentro de la comunidad escolar, sin que, además, se aprecien avances significativos en los resultados de los exámenes.

 

En este nuevo contexto de dinámicas competitivas, se actúa pensando que las formas propias de la gestión empresarial son las que contribuirán a mejorar la educación de manera significativa. Una de las que Wrigley somete a examen en su libro es la de la transformación de la identidad y funciones de los directores escolares, convertidos ahora en gerentes y capataces. La fórmula -que por estos pagos también se ha ido desarrollando con la aquiescencia de sindicatos opositores en otro tiempo-, se fundamenta en la convicción de que el problema de la educación es un problema de optimización de recursos humanos y materiales y que, por lo tanto, se resuelve con una gestión eficaz y una dirección enérgica. En España la materialización de estas ideas se ha  concretado en subidas espectaculares del complemento a los cargos directivos, en la consolidación parcial o total de los complementos, y en la reducción significativa del número de horas lectivas o incluso exención total de ellas. De esta forma se trata de ir creando un cuerpo de gestores, distanciados cada vez más de los docentes. En realidad, frente a la idea de autonomía que se pregona en los altavoces oficiales, la independencia es cada vez menor, de manera que en realidad lo que se pretende que los directores actúen como agentes directos de la administración en los centros escolares. 

 

El caso es que, doctrinas aparte, no hay evidencias que permitan asegurar que una dirección profesionalizada, según el estilo propio de los gerentes de empresa, contribuya de manera decisiva a la mejora de la educación. La experiencia en España del extinto cuerpo de directores de enseñanza primaria, o la de países en los que esta figura tiene ya una larga tradición –como es, por ejemplo, el caso de Francia-,  confirman que esa relación tiene poca consistencia. Por el contrario, generalmente el mejor funcionamiento de los centros escolares y las experiencias más gratificantes de innovación y mejora de la enseñanza, suelen estar vinculadas a formas democráticas y comunitarias de gestión de la vida escolar. Como sostiene Wrigley, la introducción de esquemas empresariales en la dirección de las escuelas, no sólo no produce mejoras significativas en la educación, sino que tiene consecuencias dañinas y efectos contrarios a los que se dice perseguir. Al tratarse de un trabajo que requiere una dinámica de compromiso e implicación colectiva, el liderazgo que funciona en los centros escolares nada tiene que ver con patrones jerarquizados de dirección. La experiencia demuestra que de esa forma termina produciéndose la desafección de muchos docentes que piensan que, a tenor de su sueldo y su estatus, corresponde al director-gerente el esfuerzo, la dedicación y la responsabilidad. Por lo demás, esta orientación gerencial que se le da a la función directiva, termina haciendo mella entre buena parte de los que la ejercen, desnaturalizando el papel que corresponde al gobierno de la escuela y aupando a los cargos de dirección a burócratas que a la postre resultan ineficaces.

 

La idea de una “dirección fuerte” está claramente relacionada con otra de las estrategias que desarrolla la política de gestión empresarial de la escuela. Sí, como se decía anteriormente, los problemas de la educación son básicamente problemas de optimización de recursos, se desprende fácilmente que uno de los campos de actuación es el rendimiento de los docentes. En última instancia se parte de la sospecha de que los enseñantes pueden hacer mucho más de lo que hacen y que aquí radica una de las claves de la mejora de la calidad de la educación. Se trata de un discurso que en España ha cobrado presencia en los medios de comunicación y en revistas especializadas gracias a la difusión de las opiniones de algunos economistas y sociólogos. Wrigley se refiere a ello con el término “rendición de cuentas”, que expresa una desconfianza de partida hacia el trabajo de los docentes. Dentro de nuestra fronteras, ante los  resultados de los informes PISA y de otras pruebas y exámenes, los voceros oficiosos de esta política han ido deslizando la idea de que  todo se debe a que los profesores no dan cuenta de su trabajo ni son sometidos a ningún tipo de evaluación, lo que en la práctica quiere decir es que si se establecieran mecanismos de control de su productividad, las cosas serían de otra forma. El perverso razonamiento que de todo ello se sigue es el de que, a fin de cuentas,  si los alumnos suspenden es porque los profesores no se esfuerzan suficientemente. La política de incentivos económicos en función de los resultados que obtienen los alumnos –puesta en marcha, por ejemplo, en Andalucía con la Orden de Calidad-, es la fórmula que materializa tan agudas consideraciones[2].

 

Como todo el mundo sabe, en el rendimiento de los alumnos influyen múltiples variables. Sin descartar que una de ellas sea la actuación de los docentes, está más que demostrado que el contexto sociocultural es el factor de mayor relevancia. La política de rendición de cuentas ignora deliberadamente esta circunstancia, mientras que la estrategia de introducir el concepto de productividad en base a la relación entre esfuerzo de los docentes y resultados de los alumnos, ignora deliberadamente que no es posible medir qué proporción del éxito o del fracaso se debe a cada uno de los múltiples factores que intervienen en ello. Pero, al atribuir al trabajo de los docentes unas posibilidades muy superiores a su capacidad real de incidencia, se trata de eludir las responsabilidades que incumben a otras instancias en lo que hace a reformas sociales, y a la propia política educativa en promover cambios organizativos, currriculares, etc. Puesto que nada de esto se quiere o se puede hacer, la moda de la política basada en la gestión empresarial de la escuela es señalar con el dedo a los docentes como responsables de los malos resultados de los alumnos. Y, como sucede en otros casos de los que ya se ha hablado anteriormente, este tipo de estrategias apenas tiene consecuencias positivas sobre la mejora de la educación y ni siquiera consiguen mejorar de manera significativa  los rendimientos en los centros en los que se dan mayores dificultades.

 

En el régimen de rendición de cuentas – al que Wrigley contrapone un contexto de evaluación y responsabilidad-, la consigna hacia el trabajo de los docentes es la de “mucha vigilancia y poca confianza”. Los profesores se ven sometidos a presiones externas para alcanzar objetivos expresados en términos numéricos y en comportamientos observables y medibles que realmente carecen de significado. De esta forma, el contexto en el que se desarrolla la enseñanza acaba siendo invadido por una lógica absurda, la de conseguir los parámetros señalados como factores de éxito, lo que  afecta a las relaciones de los profesores con los alumnos y con los padres, y a las características del currículum y de las actividades que se desarrollan en el aula. La incidencia de la paga por productividad sobre la profesión docente no es nada alentador. Afirma Wrigley que el impacto más visible de esta cultura de alta presión, ha sido una crisis importante de contratación: casi la mitad de los nuevos docentes que obtienen el título en Inglaterra abandonan en los dos primeros años y, en general, uno de cada diez profesores deja la profesión cada año. Una crisis que afecta especialmente a las escuelas de las áreas más pobres, que se han convertido en sitios peligrosos para la carrera de los docentes dadas las dificultades que tienen para alcanzar y mantener unos resultados mínimos. Si no lo consiguen, la alternativa del gobierno es cerrarlas, recortar fondos o privatizarlas, lo que en ningún caso resulta una perspectiva atractiva para los docentes.

 

Aunque por tazones de espacio y actualidad he centrado mis consideraciones sólo en algunos de sus aspectos, lo cierto es que el libro de Wrigley no se limita a hacer un balance crítico de las consecuencias que en la práctica tiene la política de mercado y gestión empresarial de la escuela. Desarrolla también propuestas alternativas para la mejora de la educación, recogiendo los postulados fundamentales de la tradición crítica. Estas propuestas no se reducen a formulaciones más o menos prácticas acerca de los contenidos del currículum, la organización de los centros escolares, el papel de los padres o los métodos de enseñanza, sino que están llenas de reflexiones acerca del sentido de la educación, de los condicionantes socioculturales y de las dificultades que en la práctica tiene el cambio de la educación en el marco más amplio de la transformación social. Crítica y alternativas que el lector o lectora encontrará sintetizadas en el último epígrafe del último capítulo con el título de Escuelas con la esperanza. El mérito de esta obra no reside quizás en la sistematicidad de la crítica ni en la novedad de las propuestas, sino en la fuerza con que muestra los perniciosos efectos de la nueva política educativa y en la  sencillez y contundencia con que hace ver a los lectores que hay otra forma de hacer las cosas si realmente se quiere la mejora de la educación.

 

Como señalaba al principio de este artículo, el interés del trabajo de Wrigley reside también en su actualidad y pertinencia para entender la deriva que sigue la política educativa en España y en algunos países hispanoamericanos. A este respecto señala Hatcher (2003) que lo que ocurre en Inglaterra no es una aberración anglosajona sino un laboratorio. Gobiernos y empresas de toda Europa y América están siguiendo el proceso de cerca para ver lo que pueden copiar. Desde luego –dice Hatcher-, es difícil imaginar esto en un país como Francia ...o España, pero hace diez años también era difícil imaginar que pudiera ocurrir en Inglaterra

 

Referencias bibliográficas

 

 

 

 

Hactcher, RicharD (2003) Inglaterra: Cuando las barbas de tu vecino veas pelar. Boletín SUATEA, Nº 13, Diciembre.

Disponible en :  http://firgoa.usc.es/drupal/node/25510

Gimeno Sacristán, J (1982): La Pedagogía por objetivos: obsesión por la eficiencia. Madrid: Morata.  

Whitty,G., Power,S. y Halpin, D.(1999): La escuela, el estado y el mercado. Madrid: Morata.



[1] El presidente norteamericano  aplicó la penúltima versión de esta política en 2002, con  la conocida como  Ley NCLB (No Child Left Behind). Las últimas versiones se planean aplicar en España y otros países como, por ejemplo, Chile.

[2] Seguramente el lector o lectora estará informado del fracaso de esta fórmula en los Estados Unidos de América. A En este país se viene ensayando ahora una fórmula más exótica como es la de pagar a los alumnos un cierta cantidad de dinero en función de las calificaciones obtenidas.  

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Hasta pronto.

Juan.